—Me consume mi amor por ti, Señor Dios Todopoderoso —respondió él—. Los israelitas han rechazado tu pacto, han derribado tus altares, y a tus profetas los han matado a filo de espada. Yo soy el único que ha quedado con vida, ¡y ahora quieren matarme a mí también! El Señor le ordenó: —Sal y preséntate ante mí en la montaña, porque estoy a punto de pasar por allí. Como heraldo del Señor vino un viento recio, tan violento que partió las montañas e hizo añicos las rocas; pero el Señor no estaba en el viento. Al viento lo siguió un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Y después del fuego vino un suave murmullo. Cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con el manto y, saliendo, se puso a la entrada de la cueva. Entonces oyó una voz que le dijo: —¿Qué haces aquí, Elías? Él respondió: —Me consume mi amor por ti, Señor, Dios Todopoderoso. Los israelitas han rechazado tu pacto, han derribado tus altares, y a tus profetas los han matado a filo de espada. Yo soy el único que ha quedado con vida, ¡y ahora quieren matarme a mí también! El Señor le dijo: —Regresa por el mismo camino, y ve al desierto de Damasco. Cuando llegues allá, unge a Jazael como rey de Siria, y a Jehú hijo de Nimsi como rey de Israel; unge también a Eliseo hijo de Safat, de Abel Mejolá, para que te suceda como profeta. Jehú dará muerte a cualquiera que escape de la espada de Jazael, y Eliseo dará muerte a cualquiera que escape de la espada de Jehú. Sin embargo, yo preservaré a siete mil israelitas que no se han arrodillado ante Baal ni lo han besado.
(1 Re 19.10-18)NVI
Dios tuvo un encuentro con su siervo Elías en un momento en que este se encontraba desaminado y desesperado. Esto se llama misericordia en su mejor expresión, ilustrada por el Amo y el Señor mismo.
En primer lugar, Dios le permitió a Elías un tiempo de descanso y renovación. Ningún sermón, ningún reproche, ninguna acusación, ninguna humillación. No cayó ninguna centella del cielo que le dijera: “¡Qué aspecto tienes! ¡Levántate, inútil! ¡Ponte de pie! ¡Regresa de pie! ¡Regresa de inmediato a tu trabajo!”.
Por el contrario, Dios le dijo: “Tranquilo, hijo mío. Relájate. No has tenido una buena comida durante mucho tiempo.” Entonces le envió una torta de pan recién horneado y una botella de refrescante agua fría. Eso debió haberle traído agradables recuerdos de aquellos sencillos días que pasó junto al arroyo de Querit. ¡Qué grande es la misericordia de Dios!
La fatiga puede llevar a toda clase de pensamientos raros, haciéndonos creer una mentira. Elías estaba creyendo una mentira, en parte porque estaba agotado. Por eso, Dios le dio descanso y renovación, y Elías caminó después durante 40 días y 40 noches por las fuerzas que eso le proporcionó.
En segundo lugar, Dios se comunicó con Elías de una manera sensible. Le dijo: "¡Elías, levántate y sal de esa cueva! Allí hay mucha oscuridad, hombre, sal y párate en la luz. Ponte de pie sobre la montaña, delante de mí. Ese es el lugar donde vas a recibir confianza. Olvídate de Jezabel. Quiero que pongas tus ojos en mí. Ánimo, que yo estoy contigo y siempre lo estaré.”
La presencia de Dios no estuvo en el viento, ni en el terremoto ni en el fuego. Su voz vino a Elías en una suave brisa. Esos agradables y apacibles murmullos fueron como imanes invisibles, arrastrados por el viento, que sacaron a Elías de la cueva. ¿Ve lo que hizo Dios? Sacó a Elías de la cueva de la autoconmiseración y la depresión. Y una vez que Elías estuvo fuera de la cueva, Dios le preguntó de nuevo: “¿Qué haces aquí Elías?”
El Señor le mostró a Elías que este tenía todavía trabajo por hacer, que seguía habiendo un lugar para él. A pesar de lo desilusionado y agotado que estaba, continuaba siendo el siervo de Dios y el hombre que Él había elegido para “un tiempo como este” (Ester 4:14). Ante la queja de que estaba solo, Dios le dijo: “Aclaremos esto, Elías. Hay siete mil fieles que no se han inclinado ante Baal. En realidad, tú no estás solo. En cualquier momento que yo quiera, con sólo un chasquido de mis dedos, puedo traer al frente a todo un batallón nuevo de mis soldados.” ¡Qué confianza le produjo todo eso!
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Escrito por: Charles R. Swindoll.
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