I. La autoridad para la misión:
“Dios me ha dado autoridad en el cielo y en la tierra…” (v.18). Es el Verbo eterno, la segunda persona de la trinidad, y como tal ha tenido siempre toda autoridad sobre todas las cosas. Por lo tanto, sus palabras en este texto debemos leerlas, teniendo en cuenta la humillación y exaltación del Cristo humanado (Hechos 2:29-36; Romanos 1:4; Filipenses 2:5-11).
II. Los destinatarios de la misión:
“Todos los pueblos” (v.19). El concepto de “pueblos” o “gentes” trasciende el énfasis geopolítico que ha prevalecido en la definición que tradicionalmente le hemos dado a la misión de la iglesia. Dentro de un mismo estado o nación (unidad geopolítica) puede haber diferentes grupos o pueblos que tienen su propia identidad étnica y cultural. Los destinatarios de la misión son todos los pueblos, según el mandato del Maestro. Todos ellos deben ser alcanzados con el evangelio. Aquí se derriban barreras raciales, geográficas, culturales y sociales.
III. El propósito de la misión:
“Por tanto id, y haced discípulos… bautizándolos… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…” (v.20). Centenares de veces he oído decir en la comunidad evangélica que la misión de la iglesia no es simplemente lograr “decisiones de fe” sino hacer “discípulos”. Hay consenso evangélico en este punto. Parece que no estaríamos dispuestos a limitar nuestra definición de la misión a la tarea de presentar el “plan de salvación” con el propósito de que la persona “evangelizada” diga que sí recibe a Cristo como su Salvador. Por supuesto, la conversión personal a Jesucristo, el hecho de volverse a él en arrepentimiento y fe, es indispensable y fundamental para el discipulado cristiano. Pero admitimos que la misión de hacer “discípulos” incluye más, mucho más que nuestros esfuerzos “evangelísticos”.
Así lo da a entender el Señor Jesús en el texto que venimos considerando (Mateo 28:18-20), y que podemos traducir, con base en el idioma original, de la siguiente manera: “yendo, haced discípulos… bautizándolos… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”. No se menciona específicamente la actividad “evangelística”. Sin embargo se presupone, porque no serían bautizados aquellos que no hubieran llegado al punto de arrepentirse de sus pecados y confiar solamente en Jesucristo para recibir el perdón y la vida eterna. El Señor espera conversiones auténticas. No es tanto un asunto de estadísticas misioneras. Se trata de ir y buscar que las gentes emprendan y prosigan el camino del “discipulado” cristiano.
Por muchos años me ha inquietado en sumo grado lo de enseñar “todas las cosas” que el Maestro le había mandado a sus discípulos. En este caso el concepto de totalidad tiene que ver con el contenido de la enseñanza en la tarea de hacer discípulos. Como iglesia tenemos el sagrado e ineludible deber de enseñarle a los discípulos no solamente que conozcan y memoricen todas las cosas que el Señor nos ha mandado, sino también que la obedezcan, que la practiquen. ¿Cuántas fueron las “cosas” que Jesús les enseñó a sus discípulos durante el tiempo que estuvo con ellos? No he hecho el cómputo de las mismas. Pero podemos suponer que el total no sería pequeño, especialmente si tenemos en cuenta que el Maestro enseñó por palabra y ejemplo. Una lectura somera del Sermón de la Montaña basta para darnos cuenta de un buen número de imperativos éticos que vienen del Señor. En las epístolas del Nuevo Testamento hay ecos inconfundibles del Sermón de la Montaña.
Por ejemplo, Jesús dijo: “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44). Estos mandamientos repercuten en la enseñanza del apóstol Pedro, quien habla de hacer el bien a la comunidad civil (1 Pedro 2:15; 3:8-17). Sin duda, el apóstol estaba pensando también en hacerle el bien a los enemigos de los cristianos. Lo mismo sugiere Pablo, aunque él le da énfasis a la necesidad física en que pueden encontrarse los enemigos del Evangelio: “procurad lo bueno delante de todos los hombres… si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber” (Romanos 12:17-20). Se ha citado hasta el cansancio el texto de Gálatas 6:10, donde él “mayormente a los de la familia de la fe” no borra lo de hacer el bien “a todos”. El tema de las “buenas obras” aparece no solamente en la carta de Santiago. Lo vemos también en otros textos, como en Efesios 2:8-10 y en la carta a Tito.
El Señor Jesús enseñó no solamente el asistencialismo (ayuda a los pobres), cuidado de los enfermos, alfabetización, desarrollo manual, otros). También dijo que es función del discipulado contrarrestar las obras de las tinieblas. El cristiano tiene que ser “sal de la tierra y luz del mundo”. ¿Cómo? ¿Limitándose a ser buen creyente en el hogar y en la iglesia local? No. “Así alumbre vuestra luz delante los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:13-16). El apóstol Pablo parece recoger fundamentalmente este concepto de contrarrestar el mal cuando dice en Efesios 5:11: “y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas; porque vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto”. La Nueva Biblia Española dice: “denúncielas”. En realidad el verbo griego traducido por “reprender” o “denunciar”, es el mismo que se usa en Juan 16:7-11. Con relación al ministerio del Espíritu Santo: “convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”. El significado de este verbo es fuerte. El Espíritu trae bajo convicción al pecador, y lo hace también por apartarse de las tinieblas y denunciarlas, “ponerlas en evidencia”, por el poder de la Palabra y del Espíritu.
Ya hemos afirmado que las enseñanzas de Jesús eran de palabra y obra. Su didáctica incluía la acción. Por medio de su conducta le enseñó a sus discípulos, entre otra cosas, a orar, a proclamar el evangelio del reino, a no hacer acepción de personas, a identificarse con los pobres sin marginar a los ricos, a no alejarse de personas y publicanos, a no guardar un silencio culpable ante los poderosos de su tiempo, a hacerle frente con la Palabra de Dios a los enemigos del reino y a Satanás mismo, a entregarse por entero en el cumplimiento de la voluntad salvífica de su Padre celestial. Pensar que debemos imitar su ejemplo (Juan 13:15; 1 Corintios 11:1), andando como él anduvo (1 Juan 1:6), siguiendo sus pisadas (1 Pedro 2:21).
Jesús no enseñó el uso de la violencia para el cambio de las estructuras sociales. Sufrió la violencia sin ser violento en una lucha sangrienta contra sus enemigos. Tampoco enseñó la búsqueda del poder político de parte de las Iglesias. Sin embargo, la persona, el carácter y las enseñanzas y acciones éticas de Jesús resultaron antagónicos para los poderes establecidos, tanto en lo religioso como en lo político. De otra manera no lo hubieran crucificado. Nos guste o no, hay en el evangelio auténticamente predicado y vivido simientes de transformación social. Esto lo reconocían, a su manera, mis venerables maestros en el Instituto Bíblico Centroamericano hace más de cuarenta años. Nos decían que si cambiaban los individuos por el poder del evangelio, se transformaría la sociedad. El maestro de historia eclesiástica se emocionaba hablándonos de los cambios que el cristianismo efectuó en la sociedad grecorromana, y citaba aquello de que “Jerusalén había triunfado sobre Atenas”. Pero se nos advertía también contra los peligros que acarreaba el evangelio social de los liberales.
Ahora vivimos bajo el miedo al socialismo del movimiento ecuménico protestante, y al sociologismo de la Iglesia Católica de vanguardia, representada por la teología radical de la liberación. Ese miedo puede limitar nuestro concepto de misión, si en la tarea de hacer discípulos dejamos a un lado algunas de las “cosas” que el Maestro nos ha ordenado.
La misión descrita en Mateo 28:18-20 no es fácil. Jesús mismo, el Maestro por excelencia, se esforzó instruyendo por palabra y ejemplo a un grupo de doce hombres quizá durante tres años. Aquellos discípulos no solamente asistían a unas cuantas clases semanales. Vivían con el Maestro, le seguían por todas partes, y tuvieron la oportunidad de aprender de su persona, de su carácter, de sus palabras y de sus hechos maravillosos. Con todo, al final de aquellos años todavía les quedaba mucho por aprender. El Espíritu Santo les fue enviado para recordarles lo que ya habían oído (Juan 14:26) y enseñarles “todas las cosas” (Juan 14:27), incluso las que estaban por venir (Juan 16:13). El “discípulo” en la vida de los apóstoles continuó después de la resurrección y ascensión del Señor.
Ser discípulo hacedor de discípulos es tarea de toda una vida. Por así decirlo, no habrá fiesta de graduación antes de “aquel día”, cuando todos estemos con el Señor en gloria. Los pastores que en verdad desean el crecimiento cualitativo de su iglesia local, saben muy bien que no es fácil hacer discípulos y no les satisface una explicación reduccionista, simplista, del mandato misionero de Cristo (Mateo 28:18-20).
IV. La promesa para el cumplimiento de la misión:
“Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (v.20). ¡Gracias al Señor por estas alentadoras palabras! La tarea de hacer discípulos es harto difícil; pero no estamos solos para cumplirla. Él que tiene toda autoridad sobre cielo y tierra estará con nosotros todos los días para que vayamos a hacer discípulos a todas las gentes, bautizándolos y enseñándoles todas las cosas que él nos ha mandado.
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